La Declaración Universal de Derechos Humanos proclama que todas las personas nacen libres e iguales en dignidad y derechos, y que tienen los derechos y libertades consagrados en aquella, sin distinción de ningún tipo, en particular de raza, color u origen nacional.

No obstante, ya en la década de 1970 se reconoce, en el marco de las Naciones Unidas, que las personas migrantes constituyen un grupo en situación de especial vulnerabilidad y que, por tanto, la promoción y defensa de sus derechos humanos requiere de una protección específica.

De la mano con lo anterior, en 1990, se adopta la Convención Internacional sobre los Derechos de todos los Trabajadores (y todas las Trabajadoras) Migrantes y de sus Familiares, la cual constituye un exhaustivo tratado internacional en materia de respeto de los derechos humanos de las personas migrantes, al tiempo que plasma la noción fundamental de que todas aquellas tienen acceso a un grado mínimo de protección, con independencia de su estatus migratorio. De esta forma se amplía el marco jurídico internacional conformado por los instrumentos generales de derechos humanos, y se garantiza el respeto pleno y efectivo de estos derechos y libertades fundamentales a todas las personas migrantes, en particular mujeres, niñas y niños.